LA DESCONFIANZA POLÍTICA EN LA TRADICIÓN ESPAÑOLA

La desconfianza política en la tradición española

La tradición española se basa en la desconfianza hacia el político, porque nadie salvo Cristo Rey es capaz de prometer felicidad eterna y cumplir sus promesas. Ese fue el espíritu del Quijote.
La desconfianza política en la tradición española

La historia del constitucionalismo español trata de la última guerra de los españoles por mantener como principio de la organización social la desconfianza sobre el poder político. Esa larga batalla se perdió en la Constitución de 1978. Esta es la efeméride.

La “modernidad” se estrenó en el s. XVII expulsando a Dios de la vida social de los hombres. Las distintas ideologías ilustradas que aparecieron en aquella época coincidían en tratar a Dios como un enemigo del ser humano. Del éxito de esta nueva creencia iba a depender que los ciudadanos confiaran la organización social en las promesas de los ilustrados, es decir, de los políticos cientificistas. En España esta idea chocaba con una doble dificultad. La primera, era que los españoles creían en Cristo y, por lo tanto, el alma del pueblo español desconfiaba de que un hombre cualquiera fuera a traer el paraíso a este mundo.

La segunda, derivada directamente de la creencia en Cristo, era el alto sentido del honor personal que tenía el español. Ser cristiano, ser hijo de Dios, investía de tanta dignidad al individuo que, todo aquello de los derechos del hombre y el ciudadano, al español le sonaba a monserga. El español de los s. XVI y XVII era, por estas razones, el hombre más libre de la Tierra. Las revueltas de los comuneros, por ejemplo, habían dado buena prueba de este espíritu indómito, nada más y nada menos, que al Emperador.

A poco que se observe lo que constituía la trabazón del alma libre de los españoles era la religión católica. Así que, inmediatamente, podemos entender porque los amigos de los políticos, los ilustrados, trataron a Cristo Rey como el enemigo capital de sus reformas políticas. Pues, sabían, que es prácticamente imposible que un hombre domine el alma de otro con promesas políticas si éste cree en Cristo. ¿Qué cristiano va a pensar que un político es bueno, cuando sabe que sólo Dios es bueno (Mc 10, 18)? ¿Qué cristiano va a confiar en la promesa de un político, cuando sabe que sólo Dios es fiel a sus promesas (Is 55, 11)? ¿Qué cristiano va a aplaudir a los poderes del mundo cuando precisamente ellos llevaron al Salvador al patíbulo de la cruz? ¿Qué cristiano va a confiar en un político después de la advertencia de Dios a su pueblo sobre las consecuencias de sustituir a Dios como Rey por un rey humano (1 Sam 8)? ¿Qué cristiano, en fin, va a confiar en los reinos del mundo cuando Satanás declara al Señor que son suyos en las tentaciones del desierto (Lc 4, 1-13)? Como decimos, todas las ideologías ilustradas que nacen a partir del s. XVII sabían muy bien que para que el hombre confiara en el poder político debía aborrecer primero a su salvador y libertador: Cristo.

A comienzos del s XIX los españoles eran todavía un hueso duro de roer para las ideologías de moda. De hecho, el gran número de constituciones que aparecen en ese siglo demuestra la enorme dificultad que tuvo la infección ilustrada, liberal y socialista (perdón por la triple redundancia) para propagarse por el alma de nuestros antepasados. Nuestra cultura católica era un antídoto muy fuerte contra la invasión ideológica del norte de los Pirineos. Pensemos que nuestra escolástica del s. XVI enseñaba en las universidades que el tiranicidio era un derecho. En este sentido, ahí están las obras de los Padres Juan de Mariana y Luis de Molina.

Nuestros místicos de ese siglo habían hecho de Cristo Rey el único capaz de liberar al hombre, llenando de dignidad cada vida humana por su capacidad de Él. A esto sólo podemos reducir la mística española: al desarrollo humano de la capax Dei. Nuestros antepasados, simplemente yendo a misa, recibían una catequesis de libertad política que ya quisieran darla hoy en las universidades públicas bajo control del Estado y sus agencias. Por su parte, la novela picaresca advertía a aquella sociedad de que el pillo, el truhan, el estafador usa la táctica de prometer cosas futuras a cambio de dádivas presentes, de manera que a nuestros ancestros les bastaba escuchar a un político prometerles algo para, inmediatamente, palparse el bolsillo a ver si en el entre tanto les había robado algo.

Y qué decir de las lecciones de libertad que se daban en el teatro de los s. XVI y XVII. En él, el Fénix, Lope de Vega, enseñaba que el pacto con el rey era, sencillamente, el mismo que tenía el pueblo de Israel con sus reyes. Es decir, el pacto pasaba por la obediencia del soberano a Cristo Rey. O el rey obedecía la Ley de Dios y protegía a los súbditos de los políticos (los nobles de aquélla época) o, sencillamente, no se le obedecía, se le montaba una revuelta o se le hacía lo que hizo Judas Macabeo con el enviado de Antioco Epifanes. Y, así, Lope de Vega dedicaría la obra El triunfo de la fe en los reinos de Japón por los años 1614 y 1615 a uno de los defensores del derecho al magnicidio que hemos indicado ya: el Padre Juan de Mariana. También, en La niña de plata, Lo cierto por lo dudoso, Los novios de Hornachuelos, El médico de su honra, por ejemplo, exalta el dramaturgo la figura de Pedro I de Castilla. Éste fue el rey que se opuso a la nobleza para que, justamente, los labradores que estaban bajo el régimen de las Bheterias recuperasen su derecho a elegir a su señor.

Toda esta cultura formaba un entramado coherente desde la Teología, pasando por la antropología filosófica, hasta la moral, el derecho y, como vemos, las distintas expresiones artísticas de la época. Pues bien, todo eso era lo que había que destruir para que los españoles confiaran en los políticos. El protagonista de la resistencia fue siempre el pueblo español. Las élites políticas e intelectuales cedieron a la infección liberal mucho antes de que se doblegara el alma de los españoles.

La contaminación empezó por la intelectualidad. Desde allí se extendería por los distintos estratos sociales. Cuando los intelectuales abandonaron a Dios y se hicieron liberales o, más liberales que los liberales, es decir, socialistas, usaron la táctica de insultar y menospreciar a este buen pueblo de santos, de misioneros, de teólogos con espada y de conquistadores. Tildaron de “negra” toda la cultura española de los s. XV, XVI y XVII. Se reían de sus padres y abuelos por creer en que Cristo era su Rey.

Ellos, tan listos, tan en las “luces”, tan “educados” en las nuevas ideas, confiaban que era posible un mundo perfecto traído de la mano de los políticos. Frente a la Fe en Cristo, oponían la fe en la declaración de derechos de 1789 y la subjetividad individualista. En su delirante presunción, escribieron libros y artículos periodísticos llamando inculto, atrasado y supersticioso al pueblo que, nada más y nada menos, echó a Napoleón de esta tierra. Fueron ellos, los “intelectuales”, los que, contra los fueros, abominaban de las costumbres de los españoles y proponían que todos, como mansos cabestros, confiaran en el racional Código Civil de inspiración napoleónica. Había que ser libres, libres como los animales, libres sin Dios; todos en el redil del nuevo concepto igualitario y racional: la nación. Sólo así, siendo como animales, cipayos de la razón política de Estado, es que la promesa ilustrada de felicidad en este mundo podría realizarse.

Este fue el pacto que el hombre firmó con la “modernidad”: a cambio de dejar de ser hijo de Dios, imagen de Dios, prefirió una carta de derechos y un Código Civil diseñado por los políticos. ¡Vaya trato! ¡Qué listos todos esos intelectuales! Su arrogancia no les dejaba ver el timo al que llevaban a la sociedad. Ahora sí lo vemos. Cuando los animales tienen más derechos que el ser humano y los hombres disfrutamos de la misma manera que lo hacen los cerdos, vemos quién es el beneficiado de nuestra degradación social, el “Yo Supremo”, el político. Esta es la cara real del utilitarismo; de él es de donde se extraen los contenidos sobre la felicidad para el desarrollo de las “ciencias” humanas liberales, socialistas, materialistas, nominalistas y, en fin, de las ideologías con las que se justifican las transformaciones sociales por el Estado.

A la altura del s. XX la mentira se había extendido tanto que ni la advertencia que supuso la consagración de la fiesta de Cristo Rey en 1925 por Pio XI sirvió para cambiar el rumbo de las cosas. En España los intelectuales despreciaban el tomismo, se iban a Francia o a Alemania a “estudiar” humanidades. Allí se enrolaban en escuelas de pensamiento liberales, krausistas o neokantianas. Todo lo que fuera, menos Santa Teresa de Jesús, Francisco Suárez o Calderón. Lo importante era volver a España hablando un idioma extranjero y pensando como los bárbaros para poder llamar a sus padres y abuelos imbéciles por creer en Dios.

El engaño se había consumado. La hora del desastre intelectual la dio el más prometedor y, por eso también, el más extraviado de los pensadores de aquella época. Cuando Ortega y Gasset escribe sus Meditaciones del Quijote en 1914, ya no sabe leer en clave española el libro de Cervantes. No, no sabe. No me he equivocado al decir lo que he dicho. En esas meditaciones nos dice que su padre y su abuelo han leído mal el Quijote, que él va a ser quien aclare el libro. Tanto nos va a aclarar que, fijémonos, nos dice que ni Cervantes sabía lo que escribía. Dice: “Seamos sinceros: el Quijote es un equívoco”.

Pues, seamos nosotros también sinceros con el filósofo. Me dirigiré a él personalmente:

«Sr. Ortega y Gasset, aquí el problema es que Vd. ya no sabía leer. Fíjese que, en ningún momento de sus meditaciones, advierte la dimensión política del Quijote; no cae en la cuenta de que es un libro de denuncia sobre el peligro de la confianza en el político. Vd., Sr. Ortega, ya no saca conclusiones del hecho de que Don Quijote se dedicara a prometer ínsulas o hiciera discursos sobre la “Dichosa edad y siglos dichosos…” (Parte I, cap. 9), para engañar a Sancho y que éste le alimentara y socorriera».

El racionalismo, el idealismo, el romanticismo le han mareado tanto la cabeza a Ortega y Gasset que lee el Quijote como lo hacían los franceses Jacques de Lorrain en su poema La chevalier de la longue figure o Massenet en su conocida ópera. Pero, Sr. Ortega, Vd. no es inocente. Lo que quiere es arreglar el mundo con la política de los hombres y sólo de los hombres. Por eso, se le sale a Vd el tirano, el diputado que fue, cuando en sus meditaciones, exalta al héroe que se “niega a repetir los gestos de la costumbre, la tradición (…)”. Ahí se ha quedado el filósofo liberal al descubierto. Pues, precisamente, por la tradición, nuestros antepasados leían bien el personaje de Don Quijote como un arquetipo del fantoche político que quiere encumbrarse en el mundo; sí, para el español de los s. XVI y XVII los dioses-reyes, César, Napoleón o Federico Guillermo, eran esperpentos. Emuladores de Dios y, por lo tanto, gente ridícula. Sí, sí, Sr. Ortega, tanta “Europa”, a Vd le dejó sin saber leer el Quijote.

En Don Quijote no hay nada idealista, ni romántico, ni nada por lo que, la española más grande y buena de aquella época, Santa Teresa de Jesús, sintiese compasión o aprecio. Para nuestra pragmática Santa, Don Quijote sería un charlatán, un loco, un demente, un político, al que Santa Teresa hubiera tratado con el realismo con que trató a la una princesa de Eboli. Todo el libro es cómico; hasta cuando Sancho llora la muerte de Don Quijote porque, en aquella época, nadie podría pensar que alguien fuera tan tonto de llorar por quien le había arruinado la vida.

Sólo una mentalidad nueva, “moderna”, una mentalidad racional y romántica, recostada en la razón política y la razón de Estado, podía ver algo romántico y encomiable en Don Quijote. “He hecho este libro para criticar los libros de caballerías”, dijo Cervantes. Según lo que venimos explicando: he escrito este libro para ridiculizar a cuantos políticos existan en este mundo. Es la intención del propio autor del Quijote la que Ortega y Gasset está pasando por encima cuando dice que el libro es “equívoco”.

Hoy el Quijote no sirve para nada a los españoles. Ni se lee. Y, si se lee, muchos ni lo entienden. La modernidad nos ha arrebatado el espíritu de nuestra tradición con el que nos reiríamos de todos esos “salvadores” que se suben a las tribunas a darnos el cambiazo de nuestra libertad y patrimonio por un sueño. Se cree hoy en los políticos de la misma manera que Sancho creía en Don Quijote. Mientras nos prometen un mundo mejor, nosotros pagamos sus sueldos y agendas (ej.2030).

Vayamos terminando. El último coletazo de la resistencia a confiar en los políticos se dio en la guerra civil española de 1936. Pero, en aquella época, el bando vencedor estaba también demasiado contaminado por las ideologías europeas. Sí, llevaba la etiqueta de católico. Sí, hablaba de Cristo Rey. Pero, en el bando nacional pesaba como una losa la ideología moderna de la época: un jefe, un partido, una nación. Y, todas esas, eran ideas contrarias a la libertad católica desde San Agustín y hasta la tradición española que hemos explicado. Ese régimen y la colaboración de la Iglesia con él, hasta cierto punto explicable por las matanzas de religiosos que, entre otras causas, originó la guerra, hermanaron fatalmente lo católico con lo político. Fatalidad de fatalidades. A partir de ahí, lo católico pasó a avalar en España la confianza en la ideología política llamada de derechas. Lo católico, en fin, había dejado de ser en España una doctrina general social sobre la desconfianza en el poder político. La única astilla que molestaba en esa relación fatal fueron los carlistas. Fueron ellos los únicos que se dieron cuenta de que la actitud del régimen de Franco con la Iglesia, y de ésta con el régimen, iba a pasar una factura grande al alma de los españoles. Pero en esa época eran muy pocos y la “modernidad” tenía una dimensión ideológica de Leviatán.

Lo político liberal lo había devorado todo.

La Constitución de 1978 es el fin de esta resistencia. A la Iglesia Católica, domesticada para la política durante el régimen de Franco, amansada por el mundo y sus ideologías en el Concilio Vaticano II, se la mencionó en el artículo 16 de la Constitución y se la siguió subvencionando durante un tiempo. Por su parte, la partidocracia hizo que, los católicos adiestrados a obedecer al gobernante en la dictadura pasasen a creer que sus posibilidades políticas pasaban por votar a Fuerza Nueva, UCD, Alianza Popular y, ahora, Vox. La política ilustrada ha invadido nuestra vida y el magisterio de la Iglesia hasta el punto de que hoy puede ser muy difícil apreciar que lo verdaderamente social del católico, frente a lo liberal y lo socialista (perdón de nuevo por la redundancia), es sencillamente desconfiar en el poder político e inspirar desde ahí el diseño de las instituciones.

No desesperemos por la situación actual. Recordemos las palabras de San Pablo:

“Estamos atribulados en todo, más no angustiados. En apuros, más no desesperados; perseguidos, más no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Cor 4-8).

Hoy el combate contra las ideologías tiene la aparente desigualdad que tuvo la de David contra Goliat, pero, si somos conscientes de que esta batalla donde primero se realiza es en nuestras almas, para vencer, sólo nos basta una cosa: creer que Cristo es Rey.

Prof. Dr. Emilio Eiranova Encinas

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